Curiosos

sábado, 27 de abril de 2013

Una pronta despedida

PERFIL
Urania Cabral
"La fiesta del Chivo", M. Vargas LLosa (2000)


Nuestro paso por el mundo es temporal. Sin embargo, nuestra aportación al universo es infinita. Unos y otros interactuamos continuamente durante todo el día. Lo curioso es que en gran parte, esto pasa desapercibido en nuestras vidas y en la de los otros. Es entonces cuando vivir en silencio se convierte en norma y cuando caminar errados se convierte en tradición.

Cuando el alma despierta, un ave fénix despierta con ella y es como si el humo se convirtiera en ceniza y el fuego en calor. Un calor abrasador que lo enciende todo, y a su paso, nada vuelve a ser como era. Es entonces, cuando llevados por la pasión de la valentía, uno se convierte en espectador de sus propias rarezas, en víctima de sus más feroces impulsos y en siervo de sus más íntimas convicciones. No es único este despertar. Por suerte, siempre habrá voces que se imponen a esa gran fantasía llamada destino. Si tienes suerte la escucharás y si no la tienes, con seguridad, alguna vez te cruzarás con alguien que sí tuvo la oportunidad de escucharla.

Cuando conocí a Urania Cabral me quedé hipnotizada. Desde el primer momento quise hacerla protagonista de todas mis novelas. Algo en ella me seducía y sin embargo, me mantenía a distancia. Urania es una mujer mágica y fuerte; pero también es una mujer distante, reservada y analítica. Tiene por tanto, toda una conjunción de atributos y rarezas que la hacen única e irrepetible. Víctima de mi curiosidad quise conocerla. Pero adentrarse en la intimidad de Urania puede ser fatal. Como puede ser fatal también ser mundana con ella, o descortés, o incluso adularle en demasía. A sus cuarenta y nueve años Urania ha sido siempre cauta, orgullosa y ha guardado siempre con pronunciado recelo sus pensamientos más sinceros. Porque Urania no es materia. Urania es sentimiento.

La infancia de Urania fue como la de todos los hijos a los que les faltó una madre. Una infancia difícil en la que profesó una fe ciega hacia la única figura que tenía al alcance, su padre. El doctor Agustín Cabral, siempre cabal y siempre dispuesto al trabajo, profesó hacia Urania el máximo sentido de la protección y el amparo. Lo hizo por lo menos hasta los catorce años. A partir de entonces, la relación se quebró y nada volvió a ser lo mismo. Así pues, en plena adolescencia Urania tomó las riendas de su vida. Si el enfrentamiento resultaba más doloroso que el desahogo, lo mejor era marcharse.

Así pues, Urania sintiéndose dueña de su destino y presa de un poderoso arrebato de independencia abandonó su pasado. Así fue como maduró, liberándose de él. El desentendimiento de un hijo hacia su padre y cómo el saber apremia dicha imposición, dice mucho de la especie humana. Dice tanto que dan ganas de explayarse, sin embargo – y en beneficio del que me lee-, no será aquí donde se narre puesto que el caso que nos atañe es Urania, su resquemor y su sed de venganza. Porque Urania estaba guiada por el amor propio y por la voluntad de mantenerse entera, pero sabía que la traición de su padre la acompañaría mucho tiempo. No es fácil desentenderse de la mano que te da de comer.

Una mañana Urania se miró al espejo. El café terminaba de hacerse en la cocina, las noticias sonaban en la radio y ella, desde el baño murmuraba una canción. Aquella mañana rebosaba alegría. Ese día, ante aquel reflejo pensó en sus años de adolescencia dedicada a los libros, sus años de estudios, las horas en las bibliotecas, etc. Recordó el colegio de monjas de Santo Domingo, aquel que la vio crecer y después le brindó la oportunidad de irse becada a los Estados Unidos. Repasó su vida. Todo aquel cautiverio, todo aquel aislamiento social,... Todo ello culminó finalmente en una gran obra, una exitosa carrera de abogacía que le permitía presumir de una vida de logros. Una vida recompensada, vivida y correspondida.

Satisfecha Urania terminó de arreglarse, se miró satisfecha en el espejo y sonrío con malicia. Se sentía sucumbir ante ese extraño poder que concede alcanzar la cumbre de la autorrealización. Se sentía plena y veía 'desde arriba' como hacía Nietzsche -aquel que dijo que no sufría ni de odio ni de rabia hacia los enemigos porque no se odia ni se quiere a quien se menosprecia-. Por eso lo pensó. Por eso pensó en volver a la República Dominicana. Porque por fin, treinta y cinco años después, estaba preparada. Nada podía destruirla, ni tan siquiera su padre.

El reencuentro con aquella figura paterna caduca fue agrio, tan realista que parecía irreal. Tan simple que resultaba bochornoso. La ocasión, eso sí, le sirvió a Urania para regocijarse, para saborear la miel del triunfo y para autoconvencerse de que había hecho bien durante todo este tiempo. Contemplar que una oleada de fracasos había asolado la vida de su padre desde su ausencia, le hacía sentir orgullosa. Aquella maravillosa facultad que él tenía de hablar, de sermonear, de persuadir con el habla... ¡por fin lo había abandonado porque ya no podía hablar! Esto le sirvió a Urania para sentirse aún si cabe más triunfadora. 

Sin embargo, hay una cosa que Urania todavía no sabe. De hecho no sabrá hasta que abandone la antigua casa donde deja a su padre, donde lo abandonará -por segunda vez-, enclaustrado en esa cama, en esa casa y en ese lugar. Es el hecho de que si hubiera hecho antes este esfuerzo, si hubiera venido antes a enfrentarse a su pasado, antes se habría liberado de ese gran peso que era deberle algo a su padre. Porque a un padre que no es padre por méritos sino por descréditos, solo se le debe una cosa. Una pronta despedida.







A mi hermana,
porque solo entiende quien padece.

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